Angélica: resistir al olvido
Angélica, la “Titi”, era una mujer sencilla. Habilidosa con las manos, sabía cocinar, tejer y coser su propia ropa, creía en Sai Baba y tenía dos empleos: cuando no atendía el kiosco de la Av. San Martín, trabajaba como moza en uno de los restaurantes del centro. A sus 51 años, no necesitaba de ningún marido que la mantuviera. Pese a que era lo que se esperaba de ella en aquel entonces, se erigía como una mujer independiente, de barrio, laburadora. Así se la ve en una de las pocas fotos que hay de ella: con el pelo atado en una colita baja algo despeinada, morocha, sonriente.
Esa tarde de 2008 Angélica debía presentarse a trabajar en el restaurante, pero nunca llegó: alguien había entrado a su casa (tal vez un hombre, un hombre que ella conocía, con quien había tenido una relación), decidido a que ese día de verano sería el último de su vida.
El último día
Aquel 16 de enero de 2008, Laura Cogorno se encontraba con sus dos hijos, los hijos de Josi, la prima hermana de Angélica, y un amigo de campamento. Estaban en el Cajón del Azul, disfrutando del bosque y del río, cuando les llegó el aviso a través del Club Andino: “tienen que bajar, algo pasó con Angélica”. Inmediatamente Laura pensó que se le había prendido fuego la casa. ¿Por qué? No sabe, fue lo primero que se le vino a la cabeza. ¿Quién iba a pensar lo que había pasado?
–Nunca antes había bajado de la montaña a esa velocidad– recuerda Laura, a 17 años de aquel día– Mi hijo tenía cinco, seis años. Sabíamos que había pasado algo con la “Titi”, pero no sabíamos qué–.
Angélica y Laura se habían conocido en 1995 a través de Josi y en seguida las tres empezaron a compartir una vida “en tribu”, en familia. Pasaban tardes juntas, almuerzos, Año Nuevo y Navidades. Laura recuerda a su amiga cortando los tallarines, poniendo las mesas que se armaban (una para los adultos y otra para los niños), sonriendo, sin parar de hacer cosas. También la recuerda en las reuniones de canto que se hacían con la organización Sai Baba a la que ambas pertenecían, charlas sobre los milagros y largos momentos de estudio espiritual.
Según reconstruyó el Diario Río Negro, la madrugada del 17 de enero de 2008, dos amigas y familiares de Angélica, que habían llegado de visita desde Rosario, radicaron la denuncia de su desaparición. Fueron las primeras en advertir que algo raro había pasado, porque Angélica no estaba en casa, pero sus pertenencias sí. Alarmadas, llamaron a la Policía. La otra persona en sospechar que tal vez algo había pasado con Angélica fue su jefe del restaurante; ella no llegaba nunca tarde al trabajo y menos que menos faltaba sin avisar.
–Angélica en algún momento sintió que iba a ser juzgada por su vida amorosa. Por esta cuestión de “curtir” con varias personas al mismo tiempo en un momento donde eso estaba re contra mal visto–, piensa ahora Laura, tratando de entender lo que pasó.
El cuerpo de María Angélica Gomba apareció al día siguiente, a 30 metros de su casa, escondido en una caseta de una bomba de agua cercana al rugido del río Quemquemtreu.
–No tiene lógica. Ella andaba siempre con los anteojos colgados. Él la estranguló con la tira de los anteojos–, relata Laura–. Estuve años sin poder comprarme una tirita para los anteojos. Años.
El sospechoso latente
Apenas se enteró, la ahijada de Angélica se presentó ante la policía y dijo: “yo sé quién fue”. “Angélica había hablado con ella, le había dicho que estaba asustada por el chabón. Pero que no nos dijera nada ni a Josi ni a mí, porque sabía que la íbamos a agarrar de las pestañas a ella y a él, le íbamos a dar un par de bifes”, recuerda Laura. Habla de Pablo Montero, el único detenido que tuvo la causa. Él conocía la casa donde ocurrieron los hechos, la había cuidado el invierno anterior y colaboró con la mudanza cuando Angélica llevó sus cosas, según relató la familia de Angélica en entrevistas periodísticas de la época.
Durante el tiempo que estuvo implicado, un grupo de personas realizaron marchas promovidas por la iglesia para escrachar al fiscal a cargo de la investigación, Franciso Arrien, y pedir “justicia” por Montero, a quien consideraban injustamente detenido.
A los pocos días de ser detenido, Pablo Montero fue liberado por el juez Ricardo Calcagno por “falta de mérito”. Al explicar la decisión a los medios, la entonces procuradora general, Liliana Piccinini, dijo que la detención de Montero y su posterior excarcelación fue una “contingencia procesal totalmente normal; los jueces tienen plazos, analizan y si no tienen suficiente prueba para dictar el procesamiento ni tampoco para sobreseer, mantienen esa falta de mérito para seguir investigando”. Esto es, según la funcionaria, que “queda latente un semi estado de sospecha”.
De hecho, la sospecha quedó latente porque la causa se detuvo, sin más elementos, ni pruebas, ni culpable.
“Angélica no va a tener justicia”, dice Laura intentando recordar a su amiga sin llorarla, aunque es difícil no hacerlo. “No hubo nada de reparatorio. Entonces no hay justicia. Si el tipo no puede reparar de alguna manera el daño que hizo, aunque sea tareas comunitarias, algo que te ponga en conciencia, es muy difícil”, opina y agrega algo que le da esperanzas: “Los argentinos tenemos algo muy bueno que son las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo. Si alguien nos enseñó a levantarnos y seguir luchando son ellas”.
Cada vez que escucha el nombre de su amiga en las marchas por Ni Una Menos, la inunda un shock de realidad. “Vos seguís haciendo tu vida, metés ese evento en una caja y no la abrís, pero sabés que está ahí”, dice y se detiene, con la taza de té en la mano. Vuelve a sus recuerdos, imagina que su amiga está ahí, sirviendo la mesa, cortando los tallarines, jugando con sus sobrinos, tomando mates, sonriente, chinchuda. Su amiga está ahí, guardada en la memoria.
TODAS LA CRÓNICAS
Otoño: Una canción para recordarte
La música como grito de memoria y resistencia: desde una habitación, Nadia Escobar, le escribió una canción a Otoño Uriarte. Eran amigas y Otoño había sido secuestrada para aparecer en el desarenador de un canal de riego cerca de Fernández Oro, en Río Negro. La canción escrita por Nadia se convirtió en un símbolo que traspasó a los seguidores y seguidoras de su banda para reclamar justicia por Otoño
Evangelina: Alias la Cleri
Evangelina Catalán, “la Cleri” fue vecina, madre, artesana y mujer de sonrisa luminosa. Víctima de femicidio en 2014, su historia revive en el relato de quienes la recuerdan: como una presencia alegre entre el galope de su caballo y los amaneceres del río Quemquemtreu. El retrato de una mujer que tejía abrigo con sus manos y refugio con su humor.
Envuelta en girasoles
Carolina Calfulaf vivió un tiempo corto en El Bolsón. Vino tras un sueño: un futuro mejor. Llegó acompañada por su hermano, en un coche cargado con la mudanza de una vida entera. En una casita del barrio Los Álamos la esperaba su pareja, quien días después le arrebataría la vida. A la sonrisa de Carolina, ante semejante horror, la recuerdan sus hermanas y una sobrina.
Una flor en la montaña
El 11 de enero de 1993 encontraron a Lucinda Quintupuray, abuela mapuche de 79 años, tendida y vestida delicadamente sobre su cama, asesinada a balazos. Fue 10 años después de recuperada la democracia en Argentina, cuando ya se creían establecidos algunos derechos sociales. El femicidio nunca se resolvió judicialmente, pero la memoria de Lucinda vive en el pueblo mapuche que supo reivindicarla: una abuela que pese al clima, los años y la presión de quienes especulan con la tierra se mantuvo firme como añejo árbol.
Soledad: en los ojos de sus amigas
Soledad Murgic, de 16 años, fue asesinada por su novio, Julián García Saravano, de 19. En la memoria de sus amigas aparece como una chica dorada, una piedra que brilla en medio de un río. Su presente se interrumpió en el año 2010. El femicidio, reconocido como tal tiempo después, impactó fuertemente en todas y cada una de sus amigas. Una de ellas retrata: “vivo como creo que ella viviría, haciendo lo que quiero hacer”.
Coco, Matilde y una lucha que abrió camino
Jésica “Coco” Campos vivió en una casita de El Bolsón que resulta esquina de al menos tres calles. Da inicio a un barrio que se llama Almafuerte, y en la actualidad en ese lugar funciona un espacio comunitario con un comedor y una biblioteca que lleva su nombre. A Coco, apenas unos días después de llegar al barrio, la asesinó el papá de su hija, Cristian Héctor Maldonado. Su caso se convirtió en un precedente fundamental para la aplicación de la Ley Brisa en Río Negro.
Graciela: un femicidio que no se olvida en el Hospital de El Bolsón
“¿Dónde está Graciela?” fue el grito ensordecedor que invadió los pasillos del Hospital. En la memoria colectiva y las movilizaciones que exigieron justicia se creó una fuerza que aún catorce años después llama a la acción urgente, la prevención y el compromiso ante la violencia por motivos de género. Graciela no se olvida, su nombre continúa latiendo en cada rincón.
Una casa donde encontrarse a sí misma
Beatriz Cañumán fue encontrada con 13 puñaladas sobre su cuerpo, en su vivienda del barrio Luján de El Bolsón, el 10 de octubre de 2016. La escena contrasta con lo que fue en vida: una mujer que segundo a segundo se encontraba más a sí misma en un camino de regreso a la tierra, hacia su identidad como mujer mapuche.
Inés Bayer: “má, mi mamá”
Inés Bayer tenía 42 años, una hija y cuatro hijos. Natalia, la mayor, era muy cercana a ella: bailaban, cantaban y lavaban la yerba en repetidas pavas de mate. “Teníamos peleas tontas, y ella aparecía en mi pieza y traía el mate como reconciliación”, recuerda. El 24 de mayo de 2016 su pareja la asesinó y luego se suicidó. Inés vive en las músicas que le movían el cuerpo a ritmo meloso, ranchero y rockero.